jueves, 16 de agosto de 2007

Estatuas vivientes: otro patrimonio de Cartagena


Cuando sale el sol, comienza la travesía por la selva citadina, para Luís Carlos Gamarra. Para él, es sagrado salir todos los días a conseguir el dinero, para su sustento y el de su familia.
Muy temprano sale de su barrio República del caribe, calle Pablo VI, un barrio aledaño a las faldas de la popa, y llega hasta el centro de la ciudad, precisamente al parque de la marina a cambiar sus ropajes, y a engrasar su cuerpo latino: ya a las 8 de la mañana, está instalado en sus aposentos de trabajo, cerca de la plaza Santo Domingo. El sol irreligioso de la mañana, no es impedimento para que su cuerpo, que ahora algunas veces suele tener aspecto de esclavo o pescador, comience su habitual faena. Entretener a los turistas, esos cuerpos antónimos al color de piel que estas vivas efigies presumen, y que pagan por admirar la magia que implica ser una estatua viviente.

Él conoció de este arte a través de unos compañeros, después de tocar fondo en las 2 ó 3 ocasiones que le privaron de la libertad. Dedicación: Era jíbaro, lo dice con una voz firme, mientras sostiene la mirada. No le avergüenza decirlo; al contrario, ahora puede expresarlo con orgullo, porque reconoce su equivocación, y le da gracias a Dios, que en el día de hoy, ya no se dedica a esas actividades ilícitas. Algunas veces, también se dedicó a “esparriar”, es decir, se desempeñaba como cobrador especial en los buses de servicio público, también vendía bolsas de agua y se dedicaba a la panadería. Este multifacético personaje, ha sido un hombre trabajador, y ahora se siente más comprometido, porque son sus hijas y su esposa, esa esperanza que lo mantiene vivo.

No encontraba salida, no tenía con qué mantenerse, con qué llevarse el pan a la boca, podía amanecer con el estomago pegado al espinazo, debido al hambre, pero… ¿a quien le importa si tiene dinero para comer, y si en las noches llora porque el hambre no perdona clase social? Si señor, que retumben en los oídos de todos esta frase: “A los pobres también les da hambre”, y es apenas lógico que deban trabajar para no morirse de inanición. Desde la edad de 7 años, le ha tocado duro, creció sin sus padres, a cargo de unos tíos, que lo ponían a trabajar, y por ello se acostumbró a ser un hombre esforzado.

Desde hace seis años, en un “talambuco”, lleva sus pertenencias, lo coloca al revés y lo usa para sostenerse. Definitivamente, son inseparables, van a todos lados juntos, porque Luís Carlos, sin su improvisado pedestal, no sería nadie en el mundo de las estatuas vivientes.

Harold Herrera, récord Giness en montada de zancos, y Walter Hernández, lo iniciaron en el mundo de las artes, por medio de la Fundación Cultural Llamarada. A ellos y a la fundación, les debe que hoy tenga un sustento, que pueda pagar un techo digno para su esposa y sus 2 pequeñas hijas de 2 y 4 años. Y así como a él también metieron en el trajín de las estatuas, a Roberto Carlos, a Luís Guillermo y a Fabio Andrés, un encantador jovencito de 14 años que bromea todo el tiempo y les hace sacar la paciencia de sus cabales a las estatuas mayores.

Definitivamente, no es fácil este trabajo; Luís Carlos ha tenido que aguantar pellizcos de los niños, y hasta de grandes, cuenta que una vez una señora, ya mayor se había quedado impávida delante de él, viendo como se movía y saludaba a los transeúntes que le echaban una moneda, en un monedero improvisado con una lata, y es tan promiscuo, que recibe desde euros, dólares, bolívares, hasta botones. La señora, por fin se decidió a darle una moneda, y cuando él le extendió la mano para saludarla, ella de un zarpazo lo arrebató de su pedestal, lo haló tan fuerte que se cayó. Riéndose ya del incidente, recuerda y da gracias a Dios porque no le pasó nada grave. Y de todos modos no podía ponerse a pelear con la vetusta. Considerándolo como una falta de respeto, y porque se ha acostumbrado, a que estas cosas hacen ya parte de su trabajo.

Los evangélicos, tampoco se hacen esperar en el trabajo de hacerle la vida imposible, a estos jóvenes; pasan en frente de ellos, y con voz lacerante les gritan, “pecadores, arrepiéntanse, busquen de Dios”. Ellos se preguntan… ¿ellos que saben… se arrepentirán ellos de sus culpas, ya habrán sacado los troncos de sus ojos? Un grito desesperado emerge de sus adentros: “déjennos trabajar.”

Estas situaciones, así como “dejársela montar” por los policías, y a veces “cuadrarlos”, para que los dejen trabajar, o que gente inescrupulosa, le aumente el nivel de cloro a las aguas de la fuente del Parque Simón Bolívar, para impedirles que saquen agua con una cubeta y que enjuaguen los residuos de grasa que tienen en sus cuerpos, debido los gajes del oficio, o que les saquen fotos y vendan escarapelas, botones y afiches con sus imágenes y sin su consentimiento; o que posen para la portada de un libro que hable sobre las costumbres y la cultura cartagenera, y que ellos ni siquiera se den por enterados, y sólo meses después lleguen a conocer que además el libro tiene un módico valor de 150.000 pesos y que ellos jamás obtendrán beneficio alguno. Son cosas que han tenido que soportar, pero que ya no están dispuestos a aguantar más, y que esperan, pronto alguien tome cartas en el asunto, porque es injusto que personas pudientes, quieran seguirse haciendo ricas a costa de estos jóvenes, que se parten el lomo de sol a sol y que nadie tenga un ápice de conciencia para tenderles una mano, el día que no tengan para almorzar.

Porque aunque en un día bueno, se hagan 40.000 pesos, en un día malo, puede que se hagan 7.000 pesos, que realmente es la inversión diaria de los materiales que usan para recubrir sus cuerpos con los almizcles aceitosos que le dan el toque especial y mágico de estatuas

¡Hace 8 días le robaron!, fue a comprar una bolsa de agua a la vuelta de su sitio de trabajo, y cuando regresó ¡oh sorpresa!, halló su talambuco, que no estaba en la posición en que él lo había dejado, pero lo halló vacío, sin su ropa, sin sus papeles. Hoy es un indocumentado más, y aunque no se llevaron dinero alguno, porque no lo tenía allí, sacar la cédula y los papeles del seguro, seguramente le saldrá caro.


Aunque muchos lo juzguen como mendicidad, a ellos la plata para su sustento, no les cae del cielo, se la ganan sudada, porque estar parado 8 horas, o más encima del balde, o de la lata que sostiene sus cuerpos, no es cómodo. Además, de algo tienen que vivir, aunque sea de personificar esclavos de la época de la conquista española o representando pescadores de sueños en ese mar de la calle, que por cierto, es feroz y desalmada.

Negros azabache, que contrastan perfectamente con la frescura de una tarde en la amurallada Cartagena, que venden sus cuerpos… pero no su sexo, venden sonrisas, sorpresas, lágrimas a los tímidos niños que se oponen rotundamente, a tomarse la tradicional foto con estos mercaderes del arte, embadurnados a diario con vinilo negro, cremas y aceites, para que esos turistas antónimos al color de piel que ellos presumen, paguen por admirar la magia que tiene ser una estatua viviente.

Y aunque algunos de los transeúntes admiren complacientes estas estatuas que sigilosamente se mueven al compás de las manecillas del reloj, atrapados en un espacio inexistente, o de repente pasen frívolos ante estos maestros de la pose, hay que aprender mirarlos desde adentro, conocer sus sentires, sus vivires, redescubrir sus necesidades, su voz…porque aún siendo fieles representantes de este silencioso arte, debemos escucharlos con los ojos, verlos con los oídos porque aunque sea difícil de creer, las estatuas están allí, y a cada momento, nos hablan…nos miran, nos sienten, pero sobretodo, nos hablan y nos hablan muy fuerte…

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